Las humillaciones
15/02/2019 00:28 Actualizado a 15/02/2019
02:18
Acaba de publicarse tanto en español como en catalán el último libro de
Éric Vuillard, que, aunando la escrupulosa precisión de los buenos
historiadores y la intención artística de la gran literatura, recrea la jornada
de la toma de la Bastilla. Su título no podía ser otro que 14 de julio. Para
Vuillard, sin embargo, el verdadero comienzo de la Revolución Francesa no hay
que situarlo en esa fecha sino algo antes, a finales de abril de ese mismo año
de 1789. María Antonieta había puesto de moda entre la aristocracia el
empapelado de paredes en palacios y mansiones, y eso había convertido en
multimillonario al principal fabricante de papel pintado, un tal Jean-Baptiste
Réveillon. En un momento en que una gran hambruna azotaba el país, a Réveillon
no se le ocurrió otra cosa que proponer una rebaja del veinticinco por ciento
en el salario que pagaba a sus trabajadores. Lo que podría haber sido un
conflicto entre un patrono y sus obreros derivó pronto en un auténtico motín de
las clases bajas parisinas, que, con la rabia y la violencia propia de quienes
no tienen nada que perder, asaltaron el suntuoso palacio de Réveillon al grito
de “¡mueran los ricos!”. La cifra de víctimas mortales superó las trescientas,
bastantes más que las que morirían en la Bastilla tres meses después.
Era el desquite del oprimido contra el opresor y del desposeído contra el
opulento, pero era sobre todo la venganza de los humillados, porque el nombre
de Réveillon estaba asociado a un ideal de lujo que ellos, miserables, a duras
penas eran capaces de imaginar: en los salones decorados con los papeles
pintados de Réveillon era donde los aristócratas, envueltos en finas sedas, se
reunían para ensayar con indolencia el nuevo minué y exhibir sus ostentosas
pelucas mientras daban cuenta de los más exquisitos manjares. No hay que
descartar la humillación como uno de los motores de la historia. Si un
sentimiento constante de humillación no hubiera acompañado al hambre y la
miseria de las clases populares de la Francia de María Antonieta, quién sabe si
habría existido una Revolución Francesa. Y lo mismo podríamos decir de muchos
de los capítulos más convulsos de la historia: si en los tratados posteriores a
la Primera Guerra Mundial no se hubieran impuesto unas condiciones a la
Alemania derrotada que esta percibió como humillantes, tal vez el nazismo no
habría encontrado un terreno propicio en el que arraigar.
La humillación de un país o un sector de la población es energía en estado
bruto, un nudo de potencias irracionales que en algún momento acaba
desatándose, con menor o mayor virulencia. Que se trata de una fuerza peligrosa
es una de esas lecciones que la historia no ha parado de repetirnos: la
humillación es peligrosa porque puede escapar a todo control pero también por
lo contrario, porque con frecuencia hay quien consigue manejarla y ponerla a su
servicio. Esa lección tantas veces repetida sí fue atendida tras la Segunda
Guerra Mundial, cuando se evitó cometer el error de un cuarto de siglo antes:
frente a las reparaciones abusivas de entonces, la nuevamente derrotada
Alemania recibió ahora fondos del plan Marshall para su reconstrucción. ¿Quién
discutiría que esa medida es uno de los cimientos sobre los que se ha
construido el más prolongado periodo de convivencia en paz y libertad jamás
conocido en Europa? De hecho, ese es el camino bueno por el que desde entonces
han transitado la democracia y el derecho internacional: el camino de poner
freno a las vejaciones colectivas, el de crear marcos legales que permitan
solucionar los conflictos sin que las cadenas de agravios se perpetúen.
Pero a veces da la impresión de que las lecciones del pasado se olvidan con
prontitud. Vivimos tiempos revueltos en los que triunfan políticos que han
sustituido el diálogo por el vocerío y apelan a las pulsiones más tribales del
ser humano: el sentimiento de identidad y pertenencia, la desconfianza hacia el
de fuera, el miedo a los cambios. Cuando un político habla de eso, suele
presentarse como un defensor de nuestra dignidad. La secuencia lógica empieza en
ese sentimiento de humillación, continúa en la promesa de restauración de la
dignidad perdida y desemboca en la figura de un político mediocre y gritón que
considera felones y traidores a quienes no piensan como él. La reciente
historia de España está hecha de dignidades heridas y de humillaciones. La
sentencia del Constitucional sobre el Estatut plantó una semilla de
humillación, y de forma irresponsable los políticos nacionalistas consagraron
todos sus esfuerzos a su germinación y florecimiento. Los consiguientes
desaires hacia España y lo español fueron asimismo vividos como una humillación
por amplios sectores de la sociedad, y desde luego no han faltado los políticos
que, también de forma irresponsable, se han dedicado a cultivarla. Y así
estamos, entre los que quieren devolvernos la dignidad y los que quieren
devolvérsela a los de enfrente.
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