Abraçada de Bergara: agost 1839
LIBRO I / CAP V
— Una vez en Oñate... (para el señor Soraberri, Oñate era la Atenas moderna. — En España hay veinte o treinta Atenas modernas.) Una vez en Oñate pude presenciar una cosa sumamente interesante. Estábamos reunidos el señor vicario, un señor profesor de primera enseñanza y...--y el señor Soraberri miraba a todas partes, como espantado, con sus grandes ojos turbios, y decía:-- ¿En qué iba?... Pues... se me ha olvidado la especie.
Al señor Soraberri siempre se le olvidaba la especie.
LIBRO II / CAP II
— ¿Qué pasa? --preguntó Martín.
Pasaba, sencillamente, que aquellos tres individuos eran de la partida del Cura y habían presentado a Bautista Urbide este sencillo dilema:
«O formar parte de la partida o quedar prisionero y recibir además, de propina, una tanda de palos.»
LIBRO II / CAP V
La señorita, pálida, con los dientes apretados, lanzaba fuego por los ojos. Sin duda, sabía los procedimientos usados por el cura con las mujeres.
A algunas solía desnudarlas de medio cuerpo arriba, les untaba con miel el pecho y la espalda y las emplumaba; a otras les cortaba el pelo o lo untaba de brea y luego se lo pegaba a la espalda.
LIBRO II / CAP VII
Una noche de invierno llovía en las calles de San Juan de Luz; algún mechero de gas temblaba a impulsos del viento, y de las puertas de las tabernas salían voces y sonido de acordeones.
(…)
— El bombardeo de Irún ha sido un fracaso completo para los carlistas --dijo Martín--. ¡Y qué esperanzas tenían todos estos legitimistas franceses! Hasta los hermanos de la Doctrina Cristiana habían dado vacaciones a los niños para que fuesen a la frontera a ver el espectáculo. ¡Canallas! Y ahí vimos a ese arrogante don Carlos, con sus terribles batallones, echando granadas y granadas, para tener luego que escaparse corriendo hacia Vera.
Bombardeig d’Irún: 1874
(…)
Efectivamente, se había oído en medio de la noche un agudo silbido. Los cuatro salieron al puerto y se oyó el ruido de las aguas removidas por una hélice, y luego aparecieron unos marineros en la escalera del muelle, que sujetaron la amarra en un poste.
(…)
Entraron en el vaporcito de la "Fleche" en Socoa y se echaron al mar. Bautista y Zalacaín pasaron la travesía metidos en un camarote pequeño dando tumbos. Al amanecer, el piloto vió hacia el cabo de Machichaco un barco que le pareció de guerra, y forzando la marcha entró en Zumaya.
(…)
De Tolosa fueron a dormir a un pueblo próximo. Les dijeron que por allá andaba una partida, y prefirieron seguir adelante. Esta partida, días antes, había apaleado bárbaramente a unas muchachas, porque no quisieron bailar con unos cuantos de aquellos forajidos. Dejaron el pueblo, y, unas veces al trote y otras al paso, llegaron hasta Amezqueta, en donde se detuvieron.
LIBRO II / CAP VIII
Hablaron los tres de la marcha de la guerra, y el chico contó una anécdota de Dorronsoro, que no dejaba de tener gracia. Se había presentado a él un señorito de San Sebastián, de familia carlista, de los que llamaban ojalateros, muy gordo y muy lucio.
Dins wikisource escriuen ‘hojalatero’. Probablement el corrector ha fet de les seves.
(...)
A las siete de la mañana, hora en que empezó a aclarar, salieron los tres, atravesaron el túnel de Lizárraga y comenzaron a descender hacia la llanada de Estella. El extranjero montaba en un borriquillo, que marchaba casi más deprisa que los matalones en que iban Martín y Bautista. El camino serpenteaba subiendo el desnivel de la sierra de Andía.
Atravesaron posiciones ocupadas por batallones carlistas. Entre los jefes había muchos extranjeros con flamantes uniformes austríacos, italianos y franceses, un tanto carnavalescos.
A media tarde comieron en Lezaun y, arreando las caballerías, pasaron por Abarzuza. El extranjero explicó al paso la posición respectiva de liberales y carlistas en la batalla de Monte Muru y el sitio donde se desarrolló lo más fuerte de la acción, en la que murió el general Concha.
27 de juny de 1874. Manuel Gutiérrez de la Concha, Marqués del Duero. Participà en la batalla, durant la Primera República sota les ordres de Serrano.
LIBRO II / CAP XII
La muchacha guardó el duro en el delantal, y ella misma sacó dos caballos de la cuadra y fué con ellos cantando alegremente:
La Virgen del Puy de Estella
le dijo a la del Pilar:
Si tú eres aragonesa
yo soy navarra y con sal.
Martín pagó al posadero y quedó con él de acuerdo en el sitio en donde tenía que dejar los caballos en Logroño.
Entre Bautista, Martín y la moza, reemplazaron el tiro por completo. Martín acompañó a la muchacha, y cuando la vió sola la estrechó por la cintura y la besó en la mejilla.
— ¡También usted es posma! --exclamó ella con desgarro.
— Es que usted es navarra y con sal y yo quiero probar de esa sal --replicó Martín.
— Pues tenga usted cuidado no le haga daño.
— ¿Quién lleva usted en el coche?
— Unas viejas.
— ¿Volverá usted por aquí?
— En cuanto pueda.
— Pues, adiós.
— Adiós, hermosa. Oiga usted. Si le preguntan por donde hemos ido diga usted que nos hemos quedado aquí.
— Bueno, así lo haré.
El coche pasó por delante de Los Arcos. Al llegar cerca de Sansol, cuatro hombres se plantaron en el camino.
— ¡Alto! --gritó uno de ellos que llevaba un farol.
Martín saltó del coche y desenvainó la espada.
— ¿Quién es? --preguntó.
— Voluntarios realistas --dijeron ellos.
— ¿Qué quieren?
— Ver si tienen ustedes pasaporte.
Martín sacó salvoconducto y lo enseñó. Un viejo, de aire respetable, tomó el papel y se puso a leerlo.
— ¿No vé usted que soy oficial? --preguntó Martín.
— No importa --replicó el viejo--. ¿Quién va adentro?
— Dos madres recoletas que marchan a Logroño.
— ¿No saben ustedes que en Viana están los liberales? --preguntó el viejo.
— No importa, pasaremos.
(…)
La llegada del coche y su batacazo no habían pasado inadvertidos, porque, pocos momentos después, avanzó del lado de Viana media compañía de soldados.
— Son los "guiris" --dijo Bautista a Martín.
— Me alegro.
La media compañía se acercó al grupo.
— ¡Alto! --gritó el sargento--. ¿Quién vive?
— España.
— Daos prisioneros.
— No nos resistimos.
El sargento y su tropa quedaron asombrados, al ver a un militar carlista, a dos monjas y a sus acompañantes llenos de barro.
— Vamos hacia el pueblo --les ordenaron.
Todos juntos, escoltados por los soldados, llegaron a Viana.
RAE: guiri
Acort. del vasco guiristino 'cristino'.
1. m. coloq. Ál. tojo (‖ planta).
2. m. y f. En las guerras civiles del siglo XIX, partidario de la reina Cristina. Era u. t. para designar a los liberales, y en especial a los soldados del Gobierno.
3. m. y f. coloq. Turista extranjero. La costa está llena de guiris.
4. m. y f. coloq. Miembro de la Guardia Civil.
LIBRO II / CAP XIV
De conocer Martín la «Odisea» es posible que hubiese tenido la pretensión de comparar a Linda con la hechicera Circe y a sí mismo con Ulises, pero como no había leído el poema de Homero no se le ocurrió tal comparación.
Sí se le ocurrió varias veces que se estaba portando como un bellaco, pero Linda ¡era tan encantadora! ¡Tenía por él tan grande entusiasmo! Le había hecho olvidar a Catalina. Muchos días maldecía de su barbarie, pero no se determinaba a marcharse.
(…)
— Si estos señores quieren un poco de jaleo, cuando tomemos Laguardia pueden venir con nosotros --advirtió el oficial.
Martín creyó ver alguna ironía en las palabras del militar y replicó burlonamente:
— ¡Cuando tomen ustedes Laguardia! No, hombre. Eso no es nada para nosotros. Yo voy solo a Laguardia y la tomo, o a lo más con mi cuñado Bautista.
Se echaron todos a reir de la fanfarronada, pero viendo que Martín insistía, diciendo que aquella misma noche iban a entrar en la ciudad sitiada, pensaron que Martín estaba loco. Briones, que le conocía, trató de disuadirse de hacer esta barbaridad, pero Zalacaín no se convenció.
— ¿Ven ustedes este pañuelo blanco? --dijo--. Mañana al amanecer lo verán ustedes en este palo flotando sobre Laguardia. ¿Habrá por aquí una cuerda?
Uno de los oficiales jóvenes trajo una cuerda, y Martín y Bautista, sin hacer caso de las palabras de Briones, avanzaron por la carretera.
El frío de la noche les serenó, y Martín y su cuñado se miraron algo extrañados. Se dice que los antiguos godos tenían la costumbre de resolver sus asuntos dos veces, una borrachos y otra serenos. De esta manera unían en sus decisiones el atrevimiento y la prudencia. Martín sintió no haber seguido esta prudente táctica goda, pero se calló y dio a entender que se encontraba en uno de los momentos regocijados de su vida.
LIBRO III / CAP II
Los carlistas hablaban ya de traición. Con el fracaso del sitio de Irún y con la retirada de don Carlos, los curas navarros y vascongados empezaron a dudar del triunfo de la causa. Con la proclamación de Sagunto, la desconfianza cundió por todas partes.
— Son primos y ellos se entienden --decían los desconfiados, que eran legión.
Algunos que habían oído hablar de un don Alfonso, hermano de don Carlos, creían que a este don Alfonso le habían hecho rey.
Los ambiciosos de los pueblos veían que todas las clases ricas se inclinaban a favor de la monarquía liberal.
Los generales alfonsinos, después de hecho su agosto y ascendido en su carrera todo lo posible, encontraban que era una estupidez continuar la guerra durante más tiempo; habían matado la república, que ciertamente por estólida merecía la muerte; el nuevo gobierno les miraba como vencedores, pacificadores y héroes. ¡Qué más podían desear!
LIBRO III / CAP III
El general se levantó de la silla en donde estaba sentado y se acercó con Zalacaín a uno de los balcones.
— Creo --le dijo-- que actualmente soy el hombre de más influencia de España. ¿Qué quiere usted ser? ¿No tiene usted ambiciones?
— Actualmente soy casi rico; mi mujer lo es también...
— ¿De dónde es usted?
— De Urbia.
— ¿Quiere usted que le nombremos alcalde de allá?
Martín reflexionó.
— Sí, eso me gusta --dijo.
— Pues cuente usted con ello. Mañana por la mañana hay que estar aquí.
— ¿Van a ir tropas por Zugarramurdi?
— Sí.
És Arsenio Martínez-Campos. El desembre del 74 s’havia pronunciat a Sagunt en favor d’Alfons XII. Acabava la República dirigida per Serrano i començava la Restauració borbònica. El 1876 un cop sufocat el carlisme a Catalunya, Martínez-Campos pren Estella en febrer del 76
LIBRO III / CAP VI
En Zaro hay siempre un silencio absoluto, casi únicamente interrumpido por la voz cascada del reloj de la iglesia, que da las horas de una manera melancólica, con un tañido de lloro.
En el reloj de la torre de otro pueblo vasco, en Urruña, se lee escrita esta triste sentencia: «Vulnerant omnes, ultima necat». Todas hieren, la última acaba. Mejor todavía la triste sentencia podría estar escrita en el reloj de la torre de Zaro.