Dins El Espectador 1, en la col·lecció El Arquero
ESTÉTICA EN EL TRANVÍA (1916)
Pedir a
un español que al entrar en el tranvía renuncie a dirigir una mirada de
especialista sobre las mujeres que en él van, es demandar lo imposible. Se
trata de uno de los hábitos más arraigados y característicos de nuestro pueblo.
A los extranjeros y a algunos compatriotas les parece incorrecto ese modo
insistente y casi táctil con que mira el español a la mujer. Yo soy uno de
estos: me produce una gran repugnancia. Y, sin embargo, creo que esa costumbre,
suprimida la insistencia, la petulancia y la tactilidad visual, es uno de los
rasgos más originales, bellos y generosos de nuestra raza. Como con otras
manifestaciones de la espontaneidad española acontece con ésta; tal y como se
presentan, impolutas, toscas, mezcladas lo puro y lo torpe, ofrecen un aspecto
de barbarie. Mas si se las depura, libertando lo exquisito de lo grosero y
potenciando su germen noble, podrían constituir un sistema de ademanes
originalísimos y digno de competir con aquellos estilos de movimiento que se
han llamado gentleman u homme de bonne compagnie. Los artistas,
los poetas, los hombres de mundo son los encargados de someter el material
bruto de esos hábitos multiseculares a la química de depuraciones reflexivas.
Velázquez hizo eso, y estad seguros de que en la admiración de otras naciones
por su obra influye no poco la acertada estilización en que cendró el gesto
español. Hermann Cohen me decía que aprovechaba siempre sus estancias en París
para ir a la sinagoga con objeto de contemplar los ademanes de los judíos
oriundos de España.
Pero no es ahora mi propósito descubrir el sentido noble que pueda
ocultarse tras de las atroces miradas del español a la mujer. El asunto sería
interesante; al menos para El Espectador, que ha vivido
varios años bajo el influjo de Platón, maestro de la ciencia de mirar. Mas al
presente es otra mi intención. Hoy he tomado el tranvía, y como nada español
juzgo ajeno a mí, he ejercitado esa mirada de especialista arriba dicho. He
procurado desembarazarla de insistencia, petulancia y tactilidad. Y me ha
causado gran sorpresa advertir que no han sido menester tres segundos para que
las ocho o nueve damas inclusas en el vehículo quedasen filiadas estéticamente
y sobre ellas recayese firme sentencia. Esta es muy hermosa; aquélla,
incorrecta; la de más allá, resueltamente fea, etc., etc. El lenguaje no posee
términos suficientes para expresar los matices de ese juicio estético que en el
raudo vuelo de una mirada se cumple y se dispara.
Como el trayecto era largo y, con muy buen acuerdo, ninguna de aquellas
damas me concedía un porvenir sentimental, hube de recogerme a la meditación
sin otra presa que mi propia mirada y sus automáticas sentencias.
¿En qué consiste -me preguntaba yo- este fenómeno psicológico que
podríamos denominar cálculo de la belleza femenina? Yo no ambiciono saber ahora
qué mecanismo secreto de la conciencia causa y regula ese acto de valoración
estética. Me contento con describir aquello de que nos damos clara cuenta
cuando la realizamos.
La antigua psicología supone que el individuo
posee un previo ideal de belleza, en este caso, un ideal de rostro femenino, el
cual aplica sobre el semblante real que está mirando. El juicio estético
consistiría simplemente en la percepción de la coincidencia o discrepancia
entre uno y otro. Esta teoría, procedente de la metafísica platónica, se ha
inveterado en la estética y vierte en ella su originario error. El ideal, como
la idea en Platón, viene a ser una unidad de medida, preexistente y aparte de
las realidades, con la cual medimos estas.
Semejante teoría es una
construcción, una invención oriunda del genial afán helénico tras la unidad. Pues el Dios de Grecia habría
que buscarlo no en el Olimpo -especie de château donde hace
vida regocijada una sociedad de personas distinguidas-, sino en ese pensamiento
de lo uno. Lo uno es lo único que es.
Las cosas blancas son blancas, y las mujeres, bellas, no cada una de por sí y
en su peculiaridad, mas en virtud de su mayor o menor participación en la
blancura única y en la única mujer bella. Plotino, en quien este unitarismo
llega a la exacerbación, va a acumular expresiones que nos insinúen la trágica
sed de la unidad latiendo en las cosas. Σπεύδειν ὁρἑγεσθαι πρὁς τὁ ἓν -se apresuran, tienden hacia, anhelan
la unidad. Su ser, llega a decir, es sólo τὁ ἴχνoς τοῠ ἑνὁς, la huella de la
unidad. Sienten un celo como afrodítico hacia lo uno. Nuestro Fray Luis, que
platoniza y plotiniza desde su áspera celda, halla la frase más feliz: la
unidad es «el pío universal de las
cosas».
Pero todo esto, repito, es construcción. No
hay un modelo único y general al que imiten las cosas reales. ¡Qué he de
aplicar yo sobre los rostros de estas damas un previo esquema de femenina
belleza! Esto sería una falta de galantería y además no es verdad. Lejos de
saber cuál sea la belleza suma en la mujer, el hombre la busca perpetuamente
desde su mocedad hasta su decrepitud. ¡Oh, si la conociéramos de antemano!
Si la conociésemos de
antemano perdería la vida uno de sus mejores resortes y buena parte de su dramatismo.
Cada mujer que por vez primera vemos suscita en nosotros la suprema esperanza
de que es ella acaso la más bella. Y en este juego de esperanzas y desencantos
que dilatan y contraen nuestro corazón, la vida corre presurosa por una campiña
quebrada y amena. En el capítulo sobre el ruiseñor, cuenta Buffon de una de
estas avecillas que llegó a la edad de catorce años merced a no haber tenido
ocasión de amar. «Está visto –agrega- que el amor acorta los días; pero la
verdad es que, en cambio, los llena.»
Prosigamos nuestro
análisis. Puesto que no hallo en mí ese arquetipo y modelo único de belleza
femenina, me ocurre suponer -como también les ha ocurrido alguna vez a los
estéticos- si, al menos, existirá una pluralidad de ellos, tipos varios de perfección corpórea: la perfecta morena y la rubia
ideal, la ingenua y la nostálgica, etc.
Al punto advertimos que
este supuesto no hace sino multiplicar las dificultades del anterior. En primer
lugar, yo no me doy cuenta de poseer esa galería de ejemplares rostros ni
acierto a sospechar dónde podría haberla adquirido. En segundo lugar, dentro de
cada tipo hallo un margen ilimitado
de posibles bellezas diferentes. Habría, pues, que multiplicar los tipos ideales tanto, que perderían su
carácter de género, y siendo innúmeros como los mismos rostros individuales se
aniquilaría el propósito de esta teoría, que consiste también en hacer de lo uno y general norma y prototipo
para la valoración de lo singular y vario.
No obstante, algo nos
interesa subrayar en esta doctrina que dispersa el modelo único en una
pluralidad de modelos ejemplares típicos. Pues ¿qué es lo que ha invitado a esa
dispersión? Sin duda, la advertencia de que, en realidad, cuando calculamos la
belleza femenina, no partimos del esquema único ideal para someterle la
fisonomía concreta, sin otorgar a ésta voz ni voto en el proceso estético. Al
contrario: partimos del rostro que vemos y él, por sí mismo, según esta teoría,
selecciona entre nuestros modelos el que ha de aplicársele. De esta suerte, la
realidad individual colabora con nuestro juicio de perfección y no permanece,
como antes, totalmente pasiva.
He aquí una advertencia
exacta, en mi entender, que refleja un fenómeno efectivo de mi conciencia y no
es una construcción hipotética. Sí: mi talante al mirar esta mujer es por
completo distinto del que usaría un juez presuroso de aplicar el Código
preestablecido, la ley convenida. Yo no conozco la ley; al contrario, la busco
en la faz transeúnte. Mi mirada lleva el carácter de una absoluta experiencia. Del
rostro que ante mi veo quisiera aprender, conocer qué es hermosura. Cada
individualidad femenina me promete una belleza ignorada, novísima; la emoción
que empuja mis ojos es la de quien espera un descubrimiento, una revelación
subitánea.
La expresión más exacta de
la tesitura en que nos hallamos, cuando, por vez primera, miramos a una mujer,
sería esta que parece sólo un frívolo giro galante: «Toda mujer es guapa mientras
no se demuestre lo contrario». Y aun cabría añadir: de una belleza que no hemos
previsto.
Verdad es que en
ocasiones las promesas no se cumplen. Recuerdo a ese propósito una anécdota del
hampa periodística madrileña. Cuéntase de un crítico de teatro, muerto hace no
pocos años, que padecía la debilidad de repartir las alabanzas y las censuras
según un régimen financiero. Llegó un tenor que al día siguiente había de
debutar en el Teatro Real. El menesteroso crítico se apresuró a visitarle. Le
habló de los muchos hijos y de las pocas rentas: quedó cerrado el trato en mil
pesetas. La jornada del début comenzó
sin que el crítico recibiese la cantidad convenida. Empezó la función y el
dinero no llegaba; pasó un acto, y otro y todos, y cuando en la redacción se
puso a escribir el crítico, aún no había llegado el emolumento. A la mañana
siguiente el periódico insertaba la revista de la ópera; en ella no se hablaba
del tenor ni una palabra hasta la postrera línea, donde se leía: «Olvidábamos
decir que debutó el tenor X: es un artista que promete; veremos si cumple».
A veces, pues, la
promesa de belleza no se cumple. Así, me ha bastado mirar un instante a aquella
señora que está en el fondo del tranvía para juzgarla fea. Descompongamos en
sus elementos este acto de adversa sentencia. Para ello debemos repetirlo más
despacio; así la reflexión puede sorprender a nuestra conciencia espontánea en
los estadios sucesivos de su actividad.
Y noto lo siguiente: la
mirada se fija primero en el rostro entero, en el conjunto y parece tomar una
orientación; luego elige una facción, la frente acaso, y se desliza por ella.
La línea es suavemente curva y mi espíritu la sigue como placentero, sin enojo
ni interna disconformidad.
La frase que describe más
certeramente mi estado de ánimo en este momento sería: ¡Esto va bien! Mas de pronto,
al poner mi vista su etéreo pie en la nariz, percibo como una dificultad,
vacilación o estorbo. Algo análogo a lo que experimentamos en un bivio, donde
nacen dos caminos. La trayectoria de la frente parece -no sé bien por qué- como
si exigiera ser continuada en una
línea de nariz distinta de la real. Pero ésta impone otra trayectoria a mi
mirada. Sí, no hay duda: yo veo dos líneas, una sutil y como espectral sobre la
nariz de carne, que es, digámoslo con franqueza, algo roma. Entonces, ante esa
dualidad, la conciencia sufre un pietinement
sur place: vacila, oscila y en ese titubeo mide la distancia entre aquella
facción que debía ser y la que es.
No se trata, sin embargo,
de que renovemos ahora, facción por facción, lo que con respecto al semblante
total habíamos desestimado. No hay un modo ideal de nariz, de boca, de mejilla.
Si se analizan los hechos advertiremos que toda facción fea (no monstruosa) (*)
puede parecernos bella en otro conjunto.
La realidad es que
nosotros, a la par que advertimos el defecto, sabríamos corregirlo. Tendemos
unas líneas incorpóreas que aquí agregan un poco de forma; allá, en cambio
suprimen y amputan algo de las existentes. Líneas incorpóreas, digo, y esto no
es una metáfora. Nuestra conciencia las traza al mirar constantemente donde no
las halla corpóreas. Sabido es que no podemos mirar en la noche las estrellas
imparcialmente, sino que destacamos unas u otras del encendido enjambre.
Destacarlas es ya poner en una relación más intensa ciertas estrellas entre sí;
para esto tendemos de una a otra como hilos de una araña sideral. Los puntos
incandescentes quedan por ellos ligados y constituyendo una forma incorpórea.
Este es el origen psicológico de las constelaciones perpetuamente, cuando la
noche pura hace palpitar su azulada tiniebla, los ojos del hombre pagano se
levantan y ven que Sagitario dispara, Casiopea se irrita, la Virgen aguarda y
Orión opone al Toro su escudo de diamantes.
De la propia suerte que el
grupo de puntos estelares se organiza en constelación, el rostro real que vemos
de la emanación de un ideal perfil, más o menos coincidente con él. En un mismo
movimiento de nuestra conciencia surge la percepción del ser corpóreo y la
sospecha de su ideal perfección.
Venimos, pues, al
convencimiento de que el modelo no es uno para todos, ni siquiera típico. Cada
fisonomía suscita, como en mística fosforescencia, su propio, único, exclusivo
ideal. Cuando Rafael dice que él pinta no lo que ve, sino una certa idea que mi vieni in mente, no se
entienda la idea platónica que excluye la diversidad inagotable y multiforme de
lo real. No; cada cosa al nacer trae su intransferible ideal.
De esta manera abrimos a
la Estética las puertas de su prisión académica y la invitamos a que recorra
las riquezas del mundo.
Laudata sii, Diversitá
delle creature, sirena
del mondo.
He aquí como yo, desde
este humilde tranvía que rueda hacia Fuencarral, envío una objeción al radiante
jardín de Academos.
Amor, me mueve, que me
hace hablar... Amor a la multiplicidad de la vida, que a veces los mejores,
contra su voluntad, han contribuido a empequeñecer. Porque de la misma manera
que hicieron los griegos del ser lo único y de la belleza una norma o modelo
general, va a encontrar Kant la bondad, la perfección moral en un imperativo
genérico y abstracto.
No, no; el deber no es único y genérico. Cada cual traemos el nuestro
inalienable y exclusivo. Para regir mi conducta Kant me ofrece un criterio: que
quiera siempre lo que otro cualquier puede querer. Pero esto vacía el ideal, lo
convierte en un mascarón jurídico y en una careta de facciones mostrencas. Yo
no puedo querer plenamente sino lo que en mí brota como apetencia de toda mi
individual persona.
El cálculo de la belleza femenina, una vez analizado, sirve de clave
para todos los demás reinos de la valoración. Como en belleza, así en ética.
Veíamos antes que el
rostro individual es a la vez proyecto de sí mismo y realización más o menos
completa. Así en la moralidad yo creo ver todo hombre que ante mi pasa como
inscrito en una silueta moral de sí mismo: ella precisa lo que su carácter
individual sería en perfección. Algunos hinchen por completo con sus actos ese
límite de su posibilidad; mas de ordinario discrepamos, por defecto o por
exceso, de lo que sería nuestra propia plenitud. ¡Cuántas veces nos
sorprendemos anhelando que nuestro prójimo haga esto o lo otro porque vemos con
extraña evidencia que así completaría su personalidad!
No midamos, pues, a cada cual sino consigo mismo: lo que es como realidad
con lo que es como proyecto. «Llega a ser el que eres». He aquí el justo
imperativo... Pero suele acaecernos lo que maravillosamente, misteriosamente,
sugiere Mallarmé, cuando resumiendo a Hamlet le llama: «el señor latente que no
puede llegar a ser».
Dondequiera nos es
fecunda esta idea, que descubre en la realidad misma, en lo que tiene de más
imprevisible, en su capacidad de innovación ilimitada, la sublime incubadora de
ideales, de normas, de perfecciones.
En crítica literaria o
artística recibe inmediata aplicación: reprodúzcase el análisis motivado por el
juicio de la belleza femenina a propósito de una lectura. Al leer un libro,
sobre el cuerpo que forma lo leído, va golpeando como un íntimo martilleo de
agrado o desagrado: «Esto va bien, -decimos-; es como debía ser» «Esto va mal;
su perfección designa otra trayectoria". Y automáticamente, sobre la obra,
inscrito o circunscrito en ella, vamos dejando un pespunte crítico que es el
esquema por ella pretendido. Sí, todo libro es primero una intención y luego
una realización. Con aquella midamos ésta. La obra misma nos revela a la par su
norma y su pecado. Y el mayor absurdo fuera hacer un autor metro de otro.
Esta dama que ante mi
va...
-¡Cuatro Caminos!- grita el cobrador.
Ese grito me ha causado siempre una emoción penosa, porque es un símbolo
de la perplejidad.
Pero el trayecto ha concluido. No se puede pedir más por diez céntimos.
(*) Lo monstruoso es un defecto
biológico y, por consiguiente, anterior al plano de discernimiento estético. Lo
opuesto a «monstruoso» no es lo «bello», sino lo «normal».