Relatos fantásticos, de Luciano de Samósata por PEDRO JORGE ROMERO el 25/09/2005
Creo que era Umberto Eco el que decía que los medievales eran tipo muy modernos. No sé sobre los medievales, pero Luciano de Samósata vivió incluso antes y me parece un tío totalmente moderno. Supongo que vivir a la sombra de un glorioso pasado griego ya desaparecido y dentro de un Imperio Romano en plena marcha te convierte en un absoluto descreído dispuesto a reírte de todo. En ese aspecto, Luciano me resulta absolutamente moderno, al ver claramente que las grandes y admiradas construcciones teóricas del pasado no son más que chozas de paja fáciles de derribar. Un ejemplo: en el texto “El gallo” nos encontramos a Pitágoras reencarnado en gallo. Cuando su dueño, el pobretón Micilo que sueña con hacerse rico, le pregunta qué le movió a redactar una ley que prohibía comer carne y habas. Y Pitágoras, tornado gallo, responde (después de declarar que le da un poco de vergüenza contarlo):
GALLO.- No era por razones de salud, ni filosóficas, sino porque veía que, si prescribía las normas habituales y comunes a la mayoría, muy difícilmente podría despertar la admiración de los hombres. Pero, cuanto más extraño resultara mi comportamiento, tanto más venerable pensaba yo que sería para ellos. Por ello preferí introducir preceptos nuevos, ocultando el motivo, para que cada uno hiciera su propia conjetura y todos se quedaran perplejos, como ante los oráculos oscuros. ¿No ves? Ahora eres tú el que se está riendo de mí.
Pero Micilo se ríe realmente de los que seguían a Pitágoras sin chistar. Una pizca de arbitrariedad siempre les desconcierta a las víctimas y te ayuda a ganar seguidores. ¿No es la táctica que usan los charlatanes de hoy?
Los textos de Luciano son así. Ya sean diálogos o narraciones, van ironizando sobre ciertos puntos de vista y ciertas filosofías. Van desgranando las miserias de los que se creen por encima de todo.
En “Cuentistas o el descreído” tenemos a un escéptico que se va a cenar con gente que creé a pies juntillas en los fantasmas y otras apariciones. Lo que le resulta curioso no es que crean, sino que siendo personas cultas amantes de la verdad -o eso dicen- crean en esas tonterías. Lo especialmente divertido de ese texto es que los comensales le critican continuamente su escepticismo y le “argumentan” con las falacias que claramente ya eran viejas en esa época: “que si tengo un primo que tiene un amigo cuyo cuñado vio…”, “a mí me pasó esto que podría explicarse racionalmente pero que no…” y “si no crees en eso es que tampoco crees en la base de nuestra sociedad y eres un depravado moral…”. El lector moderno puede pasar un buen rato sustituyendo fantasmas por ovnis; el texto se lee casi como si se hubiese escrito ayer. Al final, el pobre Tiquíades -que así se llama el descreído- tiene que irse de la cena no vaya a sufrir un derrame cerebral por tanto despropósito. El texto termina:
Resistamos, amigo, usando como potente revulsivo contra estos males la verdad y el sentido común: con él no hay peligro de que nos asusten esas patrañas vanas y vacías.
Incluso suena demasiado bueno. ¿Será efecto de la traducción?
“Lucio o el asno” presenta una variación de la leyenda que dio pie a su vez a El asno de oro de Apuleyo. El pobre Lucio, un tipo algo cortito, presa de su deseo de presenciar hechos mágicos, acaba convertido en asno y debe ir por el mundo sufriendo todo tipo de percances debido a su condición. Lo que le sirve a Luciano de excusa para ir mostrando las variadas crueldades del mundo. Crueldades que distinguen poco o mal entre clases sociales. Incluso el que no tiene necesidad de ser cruel parece serlo para no quedar mal, no vaya a ser que de él murmuren “ése es buena persona”. Las pocas luces de Lucio quedan claras en que tras recuperar la forma humana le falta todavía una humillación más -ser mejor considerado como asno que como persona- para que finalmente aprenda de la buena que se ha librado. Como era de esperar, entre los otros personajes quedan pocos títeres con cabeza.
“Relatos verídicos” cuenta una historia que parodia los viajes maravillosos de la época. Por desgracia, te tienen que decir que parodia a alguien, porque los modelos no son en general fácilmente reconocibles. Aún así, está claro que el autor va a lo suyo de siempre. La única verdad que se dice en la obra viene justo al principio, cuando dice que se trata de embustes para entretener. Contamos mentiras, pero la idea es contarlas como si fuesen reales. Más adelante tiene incluso la desfachatez de declarar que está contando verdades, lo que no deja de ser una mentira más.
“Relatos verídicos” es así una sucesión de despropósitos a cada cual más gordo que el anterior. Hay un cierto deleite en inventar seres absurdos combinando las características de varios otros. Se viaja a la luna y el sol, se visita el hades, se trata con filósofos, pensadores y héroes. Se ríe de casi todo -Homero sale bien parado- y pone a parir a Pitágoras y compañía. Como La loca historia del mundo, termina prometiendo una segunda parte, lo que no deja de ser sino la mentira final.
“Relatos verídicos” se considera en ocasiones un precursor de la ciencia ficción. Sin embargo, en todo caso sería más la parodia de todo un género que una obra de dicho género. En esta edición, el traductor señala algunos puntos donde Luciano podría haber anticipado algún avance del presente, así en plan Julio Verne. Por ejemplo, comenta una esfera que permite ver situaciones lejanas como precursora de la televisión. Francamente, me recuerda más el Aleph de Borges.
Y llego a mi texto preferido, “Icaromenipo o Menipo en los cielos”. El tal Menipo, queriendo emular parcialmente a Icaro -por tanto, evitando la parte de caerse y morir- se ata un ala de águila a un brazo y un ala de buitre al otro para subir a los cielos. La justificación es bien simple: está claro que en la Tierra no va a conseguir ningún conocimiento cierto porque los que dicen poseer la verdad, filósofos y demás gentes de mal vivir, en realidad son unos embaucadores que creen los absurdos más grandes sin ofrecer la más mínima justificación. Pero desde los cielos todo serán verdades evidentes. Así se lo cuenta a su amigo, después de regresar de la aventura.
Desde la Luna Menipo lo contempla todo y aprende muchas cosas sobre la vida de los hombres en la Tierra. Pero desea aprender más y decide seguir subiendo y llegar al Olimpo. Puesto a saber, mejor preguntarle a los dioses. Pero antes de partir, la Luna le pide que entregue a Zeus un mensaje y un ruego. El pobre satélite está más que harto de lo que los hombres “sabios” dicen sobre él y le ruega a Zeus que les cierre la boca. Poco después, ya en el Olimpo, y antes de que a Menipo le larguen de nuevo a nuestro mundo, el Crónida se despacha a gusto con ese grupo de embaucadores:
»Es un linaje que ha llegado al mundo no hace mucho, perezoso, pendenciero, altivo, irascible, glotón, fatuo, lleno de humo y soberbia, un inútil peso de la tierra en palabras de Homero. Divididos en escuelas maquinan diversos laberintos verbales y se llaman “estoicos”, “académicos”, “epicúreos”, “peripatéticos” y nombres mucho más de reír. Se endosan el venerable nombre de la “virtud”, alzan las cejas, arrugan las frentes, se dejan crecer las barbas y dan vueltas ocultando con sus falsos disfraces sus rastreras costumbres, parecidos más que nada a los actores de la tragedia: si se les quitan las máscaras y la túnica bordada en oro quedaría un hombrecillo ridículo que cobra la función a siete dracmas.
»Siendo ésta su calaña, desprecian a todos los hombres y cuentan cosas peregrinas sobre los dioses. Reúnen a jóvenes fáciles de engañar, ponen en escena la muy sonada “virtud” y enseñan sus argucias verbales. Ante sus discípulos celebran sin cesar la continencia, la templanza, la autosuficiencia, y rechazan el dinero y el placer, pero cuando se quedan solos… ¿qué podría describir todo lo que comen, los placeres de la carne a que se dan o cómo limpian a lametazos hasta la mugre de los óbolos?
»Y lo más grave es que no haciendo nada provechoso ni en público ni en privado y siendo inútiles y superfluos y no figurando nunca ni en la guerra ni en la asamblea, acusan a los demás con provisión de palabras amargas, maquinan nuevas injurias, reprochan y calumnian al prójimo. De ellos parece llevarse la palma el que grite más alto y sea más desvergonzado y atrevido a la hora de difamar. Y si se preguntara al que con tanto tesón grita y acusa a los demás: “Y tú, ¿a qué te dedicas? ¿Qué provecho diremos, en nombre de los dioses, que traes tú a la vida?”, respondería, si quisiera decir la verdad: “Navegar, labrar la tierra, ir a la guerra o practicar un oficio me parece enteramente superfluo: yo me dedico a graznar, a ir polvoriento, a bañarme en agua fría y a pasear descalzo en invierno, a llevar un manto asqueroso y, como Momo, a calumniar lo que hacen los demás. Si algún vecino ha comprado suntuosas viandas o tiene una amiga, me pongo a chismorrear y me indigno. Pero si un amigo o compañero yace enfermo, necesitado de atención y cuidado, lo ignoro”.
Parece tal cual estar describiendo a cualquier intelectual de nuestra época.
Pero qué moderno era Luciano de Samósata.
He leído otras cosas de Luciano -varios de los diálogos- pero he visto que Gredos tiene toda su obra publicada en cuatro volúmenes. Creo que me haré con ellos. Es simplemente demasiado divertido.
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