dissabte, 2 de novembre del 2019

Sumisión de Michel Houellebecq

Sumisión de Michel Houellebecq
Título original: Soumission
Año: 2015
Traducción de Joan Riambau
Anagrama. Colección compactos nº 731
Segunda edición marzo 2019
281 páginas.

Para leer en un par de tardes y eso que se pone un poquito plasta con el tal Huysmans.

Sugerencia de puntuación: La Delouze, atacó en el momento (página 32)

Momentos destacables:

La miré estupefacto: era la primera vez en diez años que me cruzaba con ella y me daba cuenta de que había sido una mujer, e incluso en cierto sentido que aún lo era, y que un hombre, un día, pudo sentir deseo hacia esa criatura encogida y rechoncha, casi batracia. (76)

Vestidas de día con impenetrables burkas negros, las ricas saudíes se transformaban de noche en aves del paraíso, se emperifollaban con corpiños, sujetadores calados y tangas engalanados con puntillas multicolores y pedrería; exactamente a la inversa que las occidentales, elegantes y sensuales durante el día porque estaba en juego su estatus social y que se marchitaban de noche al volver a sus casas, abdicando agotadas de cualquier perspectiva de seducción, vistiéndose con ropa informal y holgada. (88) 

Mi cuerpo era la sede de diversas afecciones dolorosas —migrañas, enfermedades de la piel, dolor de muelas, hemorroides— que se sucedían sin interrupción, sin dejarme prácticamente nunca en paz, ¡y solo tenía cuarenta y cuatro años! ¿Cómo sería cuando tuviera cincuenta, sesenta o más…? Entonces no sería más que una yuxtaposición de órganos en lenta descomposición, y mi vida se convertiría en una incesante tortura, monótona y sin alegría, mezquina. (95)

Reflexionando acerca de ello me di cuenta de que no sabía nada acerca de la cuestión, y en el momento en que acabó la rueda de prensa comprendí que había llegado allí adonde el candidato musulmán quería llevarme: una especie de duda generalizada, la sensación de que allí no había nada de que alarmarse, ni nada verdaderamente nuevo (105)

Dejando atras la referencia banal a Jules Ferry, se remontó hasta Condorcet, de quien citó el memorable discurso de 1792 ante la Asamblea legislativa, donde evoca a los egipcios y los indios «entre los que tanto progresó la mente humana y que cayeron de nuevo en el embrutecimiento de la más vergonzosa ignorancia cuando el poder religioso se apoderó del derecho a instruir a los hombres». (106)

Concluyó su discurso citando un artículo de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la de 1793: «Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es, para el pueblo y para cada porción del pueblo, el derecho más sagrado y el deber más indispensable.» (110-111)

Continuaba desconcertándome, y repugnándome un poco, que la historia política pudiera desempeñar un papel en mi propia vida. (111-112)

La región estaba habitada desde los tiempos remotos de la prehistoria, averigüé en un panel de información pedagógica; el hombre de Cromañón expulsó progresivamente al hombre de Neandertal, que se replegó hacia España y luego desapareció.(127)

«Una inmensa aversión hacia el viaje y una imperiosa necesidad de permanecer tranquilo se imponían...» (131)

Contrariamente a su antiguo rival Tarik ramadán, lastrado por sus simpatías trotskistas, Ben Abbes siempre había evitado comprometerse con la izquierda anticapitalista; había comprendido perfectamente que la derecha liberal había ganado la «batalla de las ideas», los jóvenes se habían vuelto emprendedores y el carácter insoslayable de la economía de mercado estaba ya unánimemente aceptado. (144)

Recordaba una discusión que mantuve, años atrás, con un profesor de historia de la Sorbona. Al principio de la Edad Media, me explicó, la cuestión del juicio individual casi no se planteaba; fue mucho más tarde, con El Bosco, por ejemplo, cuando aparecieron esas terroríficas representaciones en las que Cristo separa a la cohorte de los elegidos de la legión de los condenados; en las que unos diablos arrastran a los pecadores que no se han arrepentido hacia los suplicios del infierno. La visión románica era diferente, mucho más unanimista: a su muerte el creyente entraba en un estado de sueño profundo, y se mezclaba con la tierra. Una vez cumplidas todas las profecías, en la hora del segundo advenimiento de Cristo, era el pueblo cristiano entero, unido y solidario, el que se alzaba de la tumba, resucitado en su cuerpo glorioso, para encaminarse al paraíso. El juicio moral, el juicio individual, la individualidad en sí misma no eran nociones comprendidas claramente por los hombres del románico, (...) (156)

Todas esas reformas tenían como objetivo «devolver su justo lugar y toda su dignidad a la familia, célula de base de nuestra sociedad», declararon el nuevo presidente de la república y su primer ministro en una extraña alocución común en la que Ben Abbes adoptó unos acentos casi místicos mientras François Bayrou, con el rostro aureolado con una amplia sonrisa beatífica, desempeñaba el papel de «Juan Salchicha», el Hanswurst de las antiguas pantomimas alemanas, que repite de forma exagerada –y un poco grotesca– lo que acaba de decir el personaje principal. (188-189)

Mi cuerpo, que ya no podía ser fuente de placer, seguía siendo una fuente plausible de sufrimientos (...) (194)

Me di cuenta en el momento en que lo decía que no sólo lo pensaba sino que lo deseaba, que formaba parte de esa gente tan poco numerosa que se alegran a priori de la felicidad de sus semejantes, en resumidas cuentas era lo que se llama un buen hombre. (200)

Guénon era ante todo una mente científica, y eligió el islam como científico, por economía de conceptos; y para evitar, también, ciertas creencias irracionales marginales, como la presencia real en la Eucaristía), era el islam, pues, el que hoy había tomado el relevo. (259)

(...) no sólo el sexo nunca tuvo para Huysmans la importancia que le atribuía, sino que tampoco la tuvo la muerte, las angustias existenciales no eran lo suyo, lo que tanto le impresionó en la célebre crucifixión de Grünewald no era la representación de la agonía de Cristo sino puramente su sufrimiento físico, y en eso Huysmans también era exactamente como los demás hombres, su propia muerte suele serles bastante indiferente, su única preocupación real, su verdadero quebradero de cabeza, es evitar en la medida de lo posible el sufrimiento físico. (264)

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