En 1658, Jean Racine, que por aquel entonces tenía dieciocho años, mientras estudiaba en la abadía de Port-Royal bajo la mirada atenta de profesores religiosos, descubrió por casualidad una antigua novela griega, Las historias etiópicas de Teágenes y Clariquea, cuyas ideas sobre el amor trágico tal vez haya recordado años más tarde, cuando escribió Andrómaca y Berenice. Racine se había llevado el libro al bosque que rodeaba la abadía y había empezado a leerlo con avidez cuando lo sorprendió el sacristán, que se lo arrancó de las manos y lo arrojó al fuego. Poco después Racine consiguió un segundo ejemplar, que también fue descubierto y condenado a las llamas. Esto lo animó a conseguir un tercer ejemplar y a aprender la novela de memoria. Más tarde, entregó el libro al terco sacristán y le dijo: «Puede quemar este también como hizo con los otros.»
Una historia de la
lectura de Alberto Manguel. Lumen 2ª ed. 2006 pàg. 120
Las etiópicas o Teágenes y Cariclea. Aquiles Tatius Heliodoros Ed. Gredos
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