«Carlos V, Felipe II han oído a su pueblo en confesión, y éste les ha dicho en un delirio de franqueza: «Nosotros no entendemos claramente esas preocupaciones a cuyo servicio y fomento se dedican otras razas; no queremos ser sabios, ni ser íntimamente religiosos; no queremos ser justos, y menos que nada nos pide el corazón prudencia. Sólo queremos ser grandes». Un amigo mío que visitó en Weimar a la hermana de Nietzsche, preguntó a ésta qué opinión tuvo el genial pensador sobre los españoles. La señora Förster-Nietzsche, que habla español, por haber residido en Paraguay, recordaba que un día Nietzsche dijo: «¡Los españoles! ¡He aquí hombres que han querido ser demasiado!»
Hemos querido imponer, no un ideal de virtud o de verdad, sino nuestro propio querer. Jamás la grandeza ambicionada se nos ha determinado en forma particular, como nuestro Don Juan, que amaba el amor y no logró amar a ninguna mujer, hemos querido el querer sin querer jamás ninguna cosa. Somos en la historia un estallido de voluntad ciega, difusa, brutal. La mole adusta de San Lorenzo [del Escorial] expresa acaso nuestra penuria de ideas, pero, a la vez, nuestra exuberancia de ímpetus. Parodiando la obra del doctor Palacios Rubios, podríamos definirlo como un tratado del esfuerzo puro.»
[Ortega y Gasset, José: “Meditación del Escorial.” (1915). En: Obras completas. Madrid: Revista de Occidente, vol. II, pp. 555-557]
«La figura de Don Juan es uno de los máximos dones que ha hecho al mundo nuestra raza. No obstante, en los últimos tiempos los españoles la han desatendido y dejan que se anquilose en las guardarropías de los teatros populares. [...]
El tema “Don Juan”, oriundo de España, destinado a ser pulido y perfeccionado en manos españolas, se halla hoy en un estadio de evolución atrozmente primario si se le compara con sus otros hermanos de Occidente, Fausto y Hamlet, por ejemplo. [...]
No hay leyenda más española. Como nuestro corazón nacional, está hecha de puros contrastes, y el alma anónima que la ha imaginado parece haberse complacido uniendo en ella todos los extremos. No olvidemos que Cervantes, hacia el fin de su libro, cuando ya no sabe qué nuevos adjetivos aplicar a Don Quijote, le llama Don Quijote el Extremado. Los españoles solemos ser así: o extremados, o nada. Por eso en esta leyenda hay escenas de mediodía y de medianoche, virginidad y pecado, carne moza y masa cadáver, orgía y cementerio, beso y puñal. Al drama humano asisten cielo, infierno y purgatorio, que, como espectadores de una corrida de toros, no logran contenerse y acaban por tomar parte en la función.
Mas sobre todo esto flota una gracia que me parece específicamente sevillana; si la leyenda hubiese sido forjada en nuestra Castilla habría en ella no sé qué de áspero y tremebundo, más granito que rosas y más estocadas que fiestas.
Pero la extremada leyenda ha sido ungida en la dulce y gentil embriaguez de Sevilla, y merced a ello, este cuento terrible de amor y de muerte va suavizado, transfigurado con un aire festival y encantado de ensueño y danza. La leyenda de Don Juan ha dado la vuelta al mundo cargada de todas las fragancias y de todo el barroquismo de un Carnaval sevillano, como las viejas naos levantinas volvían de Ceilán cargadas de especias. [...]
Cuando se hace balance resumido de la literatura donjuanesca, dos hechos parecen sobre todo destacarse, quedando frente a frente. Uno es el atractivo, el garbo de la fisonomía de Don Juan al través de sus equívocas andanzas. Otro es que casi todos los que han hablado de él han hablado mal. Esta contradicción entre la gracia vital del personaje y la acritud de sus intérpretes constituye, por sí sola, un problema psicológico de alto rango. [...] Don Juan ha tenido siempre “mala prensa”. Esto debe bastar para que sospechemos en él las más selectas calidades. Las masas humanas propenden a odiar las cosas egregias cuando no coinciden casualmente con su utilidad; pero en siglos como los dos últimos, dominados por la opinión pública, ha llegado a ser distintivo de todo lo excelente el rencor que en el vulgo provoca.
Don Juan parece imaginado expresamente para irritar a la opinión pública, y ha de costarme gran trabajo convencer de su magnanimidad a los envidiosos. [...]
La figura de Don Juan ha sufrido como ninguna el resentimiento de los malogrados. Los hombres le hemos envidiado siempre y las mujeres no se han atrevido a defenderle, porque ello equivaldría a revelar el secreto profesional de la feminidad. [...] Miremos a Don Juan desde Don Juan, y no en su proyección sobre el alma de las viejas de barrio que escuchan en la plazuela la historia de sus trastadas.
Ante todo, Don Juan no es un sensual egoísta. Síntoma inequívoco de ello es que Don Juan lleva siempre su vida en la palma de la mano, pronto a darla. Declaro que no conozco otro rasgo más certero para distinguir un hombre moral de un hombre frívolo que el ser capaz o no de dar su vida por algo. Este esfuerzo, en el que el hombre se toma a sí mismo en peso todo entero y se apresta a lanzar su existencia allende la muerte es lo que de un hombre hace un héroe. Esta vida que hace entrega de sí misma, que se supera y vence a sí misma, es el sacrificio –incompatible con el egoísmo.
No ha visto el verdadero Don Juan quien no ve junto a su bello perfil de galán andaluz la trágica silueta de la muerte, que le acompaña por dondequiera, que es su dramática sombra. Es la muerte el fondo esencial de la vida de Don Juan, contrapunto y resonancia de su aparente jovialidad, miel que sazona su alegría. Yo diría que es su suprema conquista, la amiga más fiel que pisa siempre en su huella. De modo parejo, cuando hacemos camino nocturno la luna, mundo muerto, esqueleto de estrella, paso a paso nos acompaña y apoya en nuestro hombre su pálida amistad.
La leyenda de Don Juan, más bien que una broma, es un terrible drama. La inminencia constante de la muerte consagra sus aventuras, dándoles una fibra de moralidad, y presta a sus horas como una vibración peligrosa de espadas.
Así empieza a dibujarse claramente la trascendencia simbólica de este ilustre calavera.
El hombre animoso está dispuesto a dar su vida por algo. Mas ¿por qué? ¡Paradójica naturaleza la nuestra! El hombre está dispuesto a derramar su vida precisamente por algo que sea capaz de llenarla. Esto es lo que llamamos ideal. [...]
La historia nos presenta en su amplísimo panorama la peregrinación de nuestra especie por el vasto repertorio de los ideales y certifica que fueron, a la vez, encantadores e insuficientes. ¿No es cierto que la historia toda, mirada bajo cierto sesgo, adopta una actitud donjuanesca.»
[José Ortega y Gasset: Introducción a un Don Juan (1921) – en Obras Completas. Madrid: Revista de Occidente, 1961, vol. VI, pp. 121-137]
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