La Vanguardia 23/04/2012 pàg. 27
El miércoles pasado vi a Juan Carlos I realmente avergonzado ante la prensa en su petición de perdón, al salir de la clínica, muleta en mano, después de los hechos de Botsuana. Se ha dicho prácticamente de todo sobre esta comparecencia en apariencia improvisada, pero la única cosa que a mí me quedó clara es que lo que realmente le avergonzaba y le incomodaba era tener que pedir perdón.
No creo que estuviera en su imaginario que el pueblo español lo reprobara. Tras tantos años y tanto trabajo hecho desde dentro y fuera de la Zarzuela para conseguir una imagen de soberano próximo, popular, sencillo, entrañable, en resumidas cuentas campechano, ahora ve que, justo por hacer lo que siempre ha hecho, se le echan encima. Incluso entiendo su perplejidad y el desconcierto que rezumaba toda su comparecencia. Lo que la mayoría ha concluido es que no se sabe –ni quedará claro, ya se ha visto– de qué o de quién o por qué pedía las disculpas. Lo comprendo. Ni él mismo lo sabía. Pero era una frase que había que decir para que, cuando menos, la mayoría quedara lo bastante satisfecha como para apaciguar una desazón que dicen los entendidos –no sé de qué– que no conviene a nadie.
¿Cómo puede asumir alguien, y más después de una caída, una operación y una puesta de pie de urgencia para que no se tambalee más la institución, que ha de disculparse por vivir la vida como siempre la ha vivido, con el visto bueno de todos aquellos –dirigentes, administradores públicos, periodistas– que lo sabían y que lo ayudaban además a llevarla adelante –a él y a toda la familia– con total tranquilidad?
El porrazo nacional e internacional que ha supuesto el resbalón del soberano no hubiera sido tal –o no hubiera sido– si este país se hubiera hechomayor democráticamente hablando y hubiera cortado, ya hace tiempo y de cuajo, la malsana relación que tiene la monarquía con la ciudadanía y la ciudadanía con la monarquía.
Basta ya de almíbar, imágenes bucólicas, baños de masas y aplausos parlamentarios; y mucho más –todo– de transparencia, control de cuentas y actuaciones y, especialmente, de verdad. Todo eso no antes de la abdicación o la sucesión –que no solucionan nada–, sino del referéndum democrático que hace falta para decidir como ciudadanos qué tipo de sociedad queremos.
Cristina Sánchez Miret, socióloga.
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