Espero el metro, intentando
comprender el periódico con todas mis fuerzas. Busco pistas entre líneas, como
si buceara en un inmenso jeroglífico o un tortuoso laberinto que, sin embargo,
pudiese esconder una salida. Prefiero leerlo en papel para manosearlo,
estrujarlo, agitarlo, zarandearlo y, si se diera el caso, morderlo. Pero una melodía
conocida me hace levantar la cabeza, como un hilo que me tira del pelo. Unos
auriculares cercanos dejan escapar una música inconfundible, insoportable y
sublime. Alguien está escuchando, aquí mismo y a todo volumen, E lucevan le
stelle, de Tosca. ¿Quién? Como un perro olisqueando un hueso, indago en las caras
de las personas que llevan auriculares. La música me conduce hasta los pequeños
ojos de un hombre canoso con camisa a cuadros, polo azul marino, chaqueta de
cuero sintético y zapato usado pero limpio. Es él. Tiene la cabeza apoyada en
la pared y deja caer sobre su barriga las manos con las que sujeta un iPhone.
Camuflada tras el periódico, me aproximo para oír los últimos acordes de este trágico
canto a la vida de Cavaradossi, cuando está a punto de morir. A quién se le
ocurre ponerse a revivir el éxtasis amoroso justo antes de morir, la verdad. No
es de extrañar que el aria sea tan desgarradora. Así, la explosión emocional
del momento nos conduce, a este señor y a mí, a un desmelenamiento raro,
impropio de este andén. Y cuando todo ha terminado, el aria vuelve a sonar. Es
comprensible, si consideramos que la canción es corta. Pero este señor no
parece tener límites y, cada vez que alcanzamos el desgarro final, vuelve a
poner el aria. Como a Cavaradossi, la mezcla de unos sonidos tan bellos pero tan
tristes nos provoca una nostalgia bestial. Algo añoramos con todas nuestras
fuerzas, no importa qué. Pero la nostalgia es un sentimiento de otra época,
incompatible con cualquier cosa que alcance mi vista, y diría que mi
imaginación, en este presente rabioso que nos deglute. La nostalgia necesita su
tiempo. ¿O es que alguien se acuerda hoy en día de la nostalgia? El aria vuelve
a sonar. Me pregunto qué pretende este hombre, adónde quiere llegar. Si quiere
que nos volvamos locos de emoción en el metro. Un túnel, por otra parte,
bastante pucciniano si tenemos en cuenta que Puccini cubría las ventanas para
componer en un lugar donde el día y la noche se confundieran entre sí. Estamos
de hecho confundidos cuando llega el metro y parece que el corazón se nos va a
salir por la boca. Hemos escuchado el aria demasiadas veces y nos tiemblan las
piernas. Es probable que nuestro cuerpo esté segregando adrenalina a chorros.
Sigilosa, me escurro en el vagón, pegada a la espalda de mi compañero de aria, dispuesta
a seguir sus pasos como si fuera su sombra o una segunda piel. Es necesario saber
adónde quiere llegar.
Dos matisacions:
1) Pensava que aquesta senyora era escriptora o periodista i resulta que és una famosa actriu.
2) Al cercar el text digital trobo algunes entrades: "la entrega se aria en el metro".
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