Jordi Llovet és el traductor de l'edició en Proa de Càndid o l'optimisme. Amb això ja n'hi hauria prou per idolatrar-lo, pero una breu mirada al seu perfil ens presenta aquest humanista com una gran persona. A banda de la donació, amb condicions, de la seva biblioteca a la UPF, de la fundació del Col·legi de Filosofia, va abandonar la universitat en un acte de coherència i valentia. Ho explica en el seu Adéu a la universitat publicat per Galaxia Gutenberg.
Entrevista de Josep Massot a Jordi Llovet a La vanguardia de 04/04/2011:
http://www.lavanguardia.com/libros/20110404/54135919952/llovet-la-alta-cultura-esta-desacreditada-a-favor-de-los-futbolistas-y-belen-esteban.html
Jordi Llovet publica un libro, Adéu a la Universitat (Galaxia Gutenberg), largamente esperado en los medios culturales y universitarios de Barcelona, porque en él debía explicar las razones de su alejamiento prematuro de la docencia. Tras una larga espera, el libro está ya en la calle y el lector encontrará un ensayo atípico, nada convencional, en el que relata divertidas andanzas del autor por Londres, París o Nueva York, mezcladas con sus experiencias como alumno, su labor como traductor, iniciativas como el Col·legi de Filosofia, el porqué de su enemistad con Molas, y, sobre todo, una durísima y argumentada crítica al abandono del proyecto ilustrado y humanista por parte de la Universidad. Llovet era uno de los destinados a suceder a sabios como Blecua, Batllori, Vernet y Martí de Riquer.
Ha escrito un libro con un título rotundo, Adiós a la universidad. Desde que se supo que lo escribía, se había creado una expectación por si había allí un ajuste de cuentas. Al final lo ha escrito sine ira et studio. ¿Respirarán tranquilos sus enemigos?
Creo que respirarán tan tranquilos o intranquilos como suelen; mi libro no afecta a nadie especialmente, es una reflexión sobre el estado de humillación, decadencia e indignidad en que han caído las facultades de humanidades; todo lo demás va de relleno. No es bueno vengarse de los que te han hecho alguna mala pasada: si así fuese, la universidad habría generado montañas de libros, porque en ella suceden cosas muy ominosas, casi inexplicables si tenemos en cuenta que se trata de una comunidad de gente sabia. No conozco ninguna empresa privada en la que se den actitudes tan vergonzosas como en la universidad. Por lo demás, lo que hay que hacer con los enemigos es lo que preconizaba Marco Aurelio: ser lo más distinto posible de ellos, comportarse al revés que ellos. No olvide tampoco que el libro tiene un subtítulo que reza: "El eclipse de las humanidades". Esto es lo que de verdad me ha ocupado en este libro: el hecho de que las humanidades, más todavía que las ciencias sociales, ocupen un no-lugar absoluto en la sociedad de nuestros días, pero un lugar que podrían recuperar.
En el libro lo explica, ¿por qué decidió adelantar su marcha de la universidad?
Bueno, mi libro explica una cosa esencial, como ya le he dicho, y otras accidentales y muy variadas: los primeros apartados narran mi evolución "intelectual" desde la niñez hasta que abandoné la universidad, y los segundos son calas en problemas muy severos, que necesitan remedio de un modo acuciante: por qué las carreras humanísticas tienen una nota de corte de selectividad de un 5 pelado; por qué estudian humanidades muchos estudiantes que deseaban estudiar periodismo o "audiovisuales", por qué otros estudian filología como podrían estudiar aeronáutica o ortodoncia (no los ingresados en lenguas clásicas, por cierto, que son los mejores y los más valientes); cómo se promocionan los profesores; por qué no existe ya ninguna idea acerca de la jerarquía profesoral (los alumnos sí son muy respetuosos); porque el lugar del saber ha desaparecido de las facultades humanísticas a favor de una profesionalidad muy angostada, casi estéril; por qué la universidad ha abandonado toda pretensión de formar cívicamente a su alumnado, y, por fin, por qué las nuevas tecnologías han convertido la enseñanza, en general, en una larga sesión de animación infantil y deslumbramiento.
Dice que Bolonia ha puesto fin al humanismo. ¿Qué entiende por humanismo en el siglo XXI (no el renacentista)?
El humanismo quiere decir lo mismo en cualquier época de la historia. Carlomagno le dio un empuje inestimable en los siglos VIII-IX; los literatos provenzales, catalanes y franceses le dieron otro en el siglo XII, Petrarca y los humanistas italianos se lo dieron en los siglos XIV y XV, los philosophes se lo dieron en el siglo XVIII, y los grandes intelectuales del siglo XX –hoy cada vez más raros— se lo dieron en aquel siglo tan bárbaro. El humanismo no es ninguna utopía; sólo es una especie de meta-cronía que encuentra su momento feliz de vez en cuando, cada dos o tres siglos, y por períodos de tiempo más o menos efímeros. Queda siempre un lastre, una sazón de los logros de todo período en el que el humanismo ha sido algo valorado; y sobre esos restos, que no creo que vayan a desaparecer nunca —vea usted qué éxito tuvo la película Troya, y qué éxitos cosecha el equipo de fútbol llamado Áiax— pueden edificarse todavía muchas cosas cargadas de sabiduría, de humanidad y de civismo. No cabe duda de que en estos momentos las humanidades están muy desprestigiadas –vea lo que dijo hace poco el conseller Boi Ruiz--, pero el humanismo y los clásicos siempre vuelven. Es cuestión de esperar y, mientras tanto, no bajar la guardia a pesar de todos los atropellos de los gobiernos neoliberales, que fueron los que impulsaron el Plan Bolonia.
¿Qué consecuencias cree que tendrá ese abandono de la formación universitaria? ¿Cuál es su modelo?
La peor consecuencia de formar profesionales en las ramas más especializadas imaginables y no hombres, en el sentido pleno de la palabra, acarreará una merma de los fundamentos mismos de la democracia: no se puede edificar una democracia sólida, ni aquí ni en ninguna parte, sin una población soberana desde el punto de vista intelectual. Las facultades técnicas y científicas darán al mercado todo lo que éste necesita para perpetuar el espejismo del Progreso, pero las facultades humanísticas ya no van a generar, de momento, aquellos antiguos profesores con una vastísima cultura, que eran los que señalaban la verdadera salud del cuerpo social y político. La educación, a todos sus niveles, necesita un giro radical.
No solo en la universidad falta esa elite de los mejores que usted defiende, ¿no cree que está ausente en otros ámbitos?
No exactamente. En la empresa privada, por ejemplo, suben los mejores y quedan arrinconados los inútiles. Eso sucede incluso en las facultades técnicas y científicas: si no resuelves un logaritmo, te suspenden, y se acabó la discusión. Pero en las de ciencias sociales y humanidades –filología, filosofía, historia, sociología, psicología, etcétera— cualquiera puede acabar la carrera aunque no sepa prácticamente nada ni haya leído un solo libro de arriba abajo: esto es un hecho. Luego estos profesionales recalan, en su mayor parte, en la enseñanza: de aquí que los Institutos de Enseñanza Media estén llenos de excelentes profesores, cargados de buena fe, de virtud y de saber, pero también llenos de paseantes, indolentes y amigos del funcionariado, una de las grandes lacras tanto de la enseñanza media como de la enseñanza superior.
¿Somos menos cultos, luego más manipulables?
La sociedad, tomada en su conjunto, nunca ha sido culta, salvo que entendamos, y es algo cierto, que hay otras formas de cultura enormemente importantes en la configuración de toda sociedad: admiro a las personas que, en algún lugar recóndito del país, estudian el folclore, elaboran mapas de variaciones dialectales o desarrollan actividades vinculadas a las formas ancestrales de la mitología y las costumbres de los pueblos. Eso sí: una sociedad no puede prescindir de una élite culta, y las élites cultas de los países occidentales son hoy mucho menos cultas que hace, pongamos por caso, cincuenta o cien años. Poseer cultura (de la alta, se entiende) está hoy completamente desacreditado: parece una superchería y un acto de soberbia. Los que están muy acreditados son los futbolistas y Belén Esteban: ya me dirá. Como he dicho, hoy se cierne sobre todas las capas de la sociedad una enorme sospecha acerca de lo que sea un sabio, un gran profesor o un erudito. Si los privilegiados que han podido realizar estudios superiores poseen ya tan sólo una vaga cultura, homologable con la de las capas media y baja de la sociedad, entonces toda la sociedad acusa este declive y se degrada. Si un hijo no recibe explicaciones claras y distintas de sus padres o de sus profesores acerca de las opciones que tiene en el momento de emitir su voto electoral, es muy probable que no vote, o que vote a cualquiera que le parece más guapo que los demás, o que es anti-taurino. Eso es también una consecuencia de la llamada por Guy Debord "sociedad del espectáculo". Cuando resulta que Operación Triunfo dispone de una cadena para ella sola, que emite cada día esta indecencia durante veinticuatro horas, entonces es muy probable que la gente tienda a imitar esas formas de vida y esos comportamientos. Sólo el ejercicio severo y tenaz de la inteligencia evitaría que esas barbaridades se propagaran por todo el cuerpo social, pervirtiendo los fundamentos, no sólo del civismo, sino también de la moral y de la política. Contra todo eso sólo cabe una solución: educación y más educación. No me cansaré de repetirlo. Esta sí es una inversión segura, pero a largo plazo: por esto ningún gobierno ha abordado en España, en los últimos treinta y cinco años, una reforma sensata de la educación.
¿Qué responsabilidad tiene en este fenómeno el uso de las nuevas tecnologías?
Yo formé parte de una comisión ministerial en la que una veintena de profesores de todas las universidades del país discurrieron con la ministra Garmendia, y luego con el ministro Gabilondo, acerca del beneficio o el perjuicio que puede significar la entrada indiscriminada de las nuevas tecnologías en las aulas, y otros muchos asuntos. La mayoría de estos asesores coincidimos en que las nuevas tecnologías, siendo como son utilísimas en muchas ramas del saber, de la técnica, de la ciencia y de otras cosas, resultan un instrumento engañoso e ineficaz en el caso de la educación. Me explico: esas nuevas tecnologías –y quizás la técnica en general, incluido el microondas o el minipimer— han acostumbrado a la humanidad a resolver de un modo inmediato labores que antes se realizaban gracias a procesos mucho más mediatizados: es mejor una mahonesa hecha a mano que con el uso de una máquina. La inmediatez y la no-discriminación de la información que procede de Internet, por ejemplo, convierte a cualquier persona, y aún más a un niño o a un adolescente, en señor de un reino puramente virtual. En el fondo, los convierte tanto en amos de algo como en esclavos de lo mismo, porque ya sabemos hasta qué punto la gente joven depende de estos elementos y se comunica mediante ellos de una manera peregrina, mendaz y falta de la elocuencia más elemental. Y algo más. Las nuevas tecnologías se presentan a la civilización juvenil –pues los jóvenes neo-tecnológicos han forjado, hoy, tanto una nueva cultura como una nueva "mentalidad", como una nueva civilización— como un divertimento. Los profesores que asistíamos a esas reuniones con los ministros que he dicho, coincidíamos todos en que la educación es un proceso lento, mediatizado, esforzado, que no puede jugar con las mismas armas que la cultura del ocio, porque entonces no saldrán de las escuelas personas educadas sino amigos de la diversión. Creo que eso es lo que está sucediendo. Como puede usted imaginar, los ministros no nos hicieron ningún caso, y de aquí a pocos años veremos a toda una generación de estudiantes de secundaria convertidos en una especie de autómatas mucho menos civilizados que el pato de Vaucanson, que era un pato mecánico que comía, digería y defecaba: naturalmente, ni hablaba ni pensaba. Hace poco, Jaume Vallcorba me comentó que, en una feria del libro de Guadalajara (México), alguien insinuó que íbamos hacia una civilización en la que el lenguaje de la imagen sería soberano y suficiente. No hay que ser muy perspicaz ni muy exigente en la terminología para darse cuenta de que esta aseveración contiene dos falacias: no hay civilización sin lenguaje, ni siquiera sin mitos, que están forjados en el elemento verbal; como no puede decirse, en modo alguno, que las imágenes sean más eficaces, para la educación, que las palabras. Reivindicar el lugar y la dignidad de la palabra y el diálogo en la educación y en la construcción del civismo no tiene nada de novedoso: así se fundó el saber dialogal de Sócrates y Platón, así evolucionó la discusión acerca de los universales en la Edad Media, así se produjo el fastuoso desarrollo del saber durante el periodo del Humanismo, así y con este mismo elemento se elaboró la Encyclopédie, y también en el seno de la palabra surgieron Wittgenstein, Canetti, Musil o Sigmund Freud en el siglo XX. George Steiner alertó sobre la posibilidad de que la palabra, es decir, el Verbo, desaparezca del horizonte de la educación y de muchas prácticas de la vida cotidiana de las actuales sociedades, pero cuesta imaginar que se produzca algún avance en el terreno del conocimiento si la palabra se funde como una vela ante el viento huracanado del progreso y de la técnica. Hoy sopla un vendaval de este cariz, y me temo que va a costar mucho resituar al Verbo en el lugar que ocupó, en la civilización de Occidente, entre los presocráticos y buena parte del siglo XX. Martín de Riquer también alertaba de este fenómeno, y decía, con mucha gracia, que no tardaremos en sonarnos la nariz con las orejas.
Col·legi de Filosofía, Institut d'Humanitats, Sociedad de Estudios Literarios, ¿de qué está más satisfecho?
Estoy muy satisfecho de todas estas iniciativas. De hecho, la primera de ellas, el Col.legi de Filosofía, fue el embrión de las otras dos y de muchas actividades culturales que se desarrollan en estos momentos en Barcelona. Allí estaban Rubert de Ventós y Eugenio Trías, Antoni Vicens, Josep Ramoneda y muchos más... Rubert es hoy el presidente del Institut d'Humanitats, Vicens es un psicoanalista de gran categoría, Trías es uno de los pocos ensayistas que quedan en España, Ramoneda es el director del CCCB. Y allí estaba también yo –me nombraron presidente en atención a mi pasión por el protocolo—, que dirijo las actividades literarias del Institut. Luego, en el seno del propio Institut, creé la Sociedad de Estudios Literarios (SEL), que reunió a lo más granado de la intelectualidad letrada de Barcelona, profesores o no. O sea que estoy muy satisfecho de todo ello, como lo estoy de haber sido profesor de literatura durante más de treinta años en mi facultad.
El papel de intelectual, como Thomas Mann o Carles Riba, está ya en declive definitivo?
Absolutamente. Aparecen algunos pseudopensadores que se echan incienso a sí mismos con un incensario más grande que el de Santiago de Compostela, pero eso no acaba de definir a un intelectual. A mi juicio, es intelectual el sabio que posee, además de sabiduría, una ya rara forma de caridad, o de piedad, hacia sus conciudadanos; y esto es ahora algo muy infrecuente. Por lo demás, hay que reconocer que la figura del intelectual ha perdido, socialmente, el prestigio que había poseído hasta los tiempos de Sartre o de Camus, en Francia, o de Bertrand Russell, Hannah Arendt o Isaiah Berlin en el mundo anglosajón. Ahora no pintan, socialmente hablando, nada. Si a un conocedor de la historia intelectual de España le pidieran que nombrara a intelectuales de peso del siglo XX, no vacilaría en nombrar, por lo menos, a Unamuno y a Ortega y Gasset, y quizás a Eugenio d'Ors o a Jiménez Fraud. Si hoy se hiciera una encuesta semejante, el resultado desembocaría en el "no sabe, no contesta", o arrojaría una nómina de profesionales de las letras de esos que han crecido y desaparecerán como la espuma.
¿A qué se dedicará ahora? ¿Su desencanto es horaciano?
Siempre he hecho una vida enormemente discreta. En mi vida no he hecho otra cosa que leer, estudiar, enseñar, conversar y reír. O sea que las cosas no van a cambiar mucho, sobre todo teniendo en cuenta que mi rector, Dídac Ramírez, ha sido muy generoso conmigo y me ha extendido una venia docendi que me permitirá seguir enseñando a pesar de mi situación de prejubilado. Volveré a frecuentar a mis colegas más queridos —Miralles, Vidal, Siguán, Del Olmo, Pòrtulas, Quetglas, Artigas, Riquer, Pinto y muchos otros: casi todos de clásicas—, y saludaré con cortesía a mis enemigos, como me enseñaron Blecua y Batllori. Voy a dar sólo seis créditos anuales; también podría hacerlo en la Universidad Pompeu Fabra si yo lo pidiera, porque me nombraron profesor invitado —y yo les voy a regalar mi biblioteca de 30.000 volúmenes, mi discoteca y mi pinacoteca; ya fuimos al Notario--, pero de momento me conformaré con dar algunas clases en mi universidad, a la que amo, a pesar de algunos hechos lamentables que sucedieron, como la eliminación de mi licenciatura en Literatura Comparada, que tenía 150 alumnos: ¿qué más se podía pedir, cuando hay licenciaturas con media docena de estudiantes? Pero así fueron las cosas. Amo la profesión de enseñar, y me siento muy a gusto con los chicos y chicas de primer curso, que, en términos generales, me parecen personas de gran categoría moral. Como ya empiezo a envejecer, la juventud me da ánimo, y, encima, mucha esperanza a pesar del panorama que preside las facultades humanísticas en estos momentos, a consecuencia del malhadado Plan Bolonia, eficaz para las ciencias y las técnicas, pero feroz con las humanidades, que no le interesan un pepino. Los chicos que se encerraron hace dos años en mi universidad lo percibieron con una gran clarividencia: lo único que le preocupa al Plan Bolonia es incardinar rentablemente la universidad con el mercado; pero ya me dirá usted qué mercado existe para un filósofo, para un hebraísta o para un teólogo: son estudios que podrían desaparecer sin que nadie se alarmara. Quizás ésta ha sido una de las razones por las que he escrito este libro: porque alguien debía dar la voz de alarma ante una situación que es, en verdad, humillante y penosa.
¿Por qué ha mezclado en su libro aspectos autobiográficos con otros de tipo teórico?
Voltaire decía que todos los géneros son buenos, salvo los aburridos. De modo que, como no quería aburrir a los lectores sólo con resúmenes de historia de la universidad o de las grandes etapas del humanismo europeo, los he mezclado con diversos aspectos y anécdotas de mi formación y de mi experiencia universitaria. Como no pretendo ser un santo, menos todavía cuando critico a impíos e infieles, presento todos mis defectos con absoluta sinceridad: he hurtado libros, he construido máquinas engañabobos, he escrito libros malos —algo imperdonable—, y cosas así. Con estos apuntes autobiográficos, entremetidos en el discurso general del libro, el lector descansará y se solazará. Todo menos dar la lata; y todo menos creerse mejor que el resto de la humanidad o que el resto de mis colegas.
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